DESPERTAR AL AMOR

sábado, 9 de septiembre de 2017

9 SEPTIEMBRE: El Hijo de Dios es mi Identidad.

AUDIOLIBRO


EJERCICIOS

LECCIÓN 252



El Hijo de Dios es mi Identidad.



1. La santidad de mi Ser transciende todos los pensamientos de santidad que pueda concebir ahora. 2Su refulgente y perfecta pureza es mucho más brillante que cualquier luz que jamás haya contemplado. 3Su amor es ilimitado, y su intensidad es tal que abarca dentro de sí todas las cosas en la calma de una queda certeza. 4Su fortaleza no procede de los ardientes impulsos que hacen girar al mundo, sino del Amor ilimitado de Dios Mismo. 5¡Cuán alejado de este mundo debe estar mi Ser! aY, sin embargo, ¡cuán cerca de mí y de Dios!

2. Padre, Tú conoces mi verdadera Identidad. 2Revélamela ahora a mí que soy Tu Hijo, para que pueda despertar a la verdad en Ti, y saber que se me ha restituido el Cielo.



Instrucciones para la práctica

Ver las instrucciones para la práctica en las instrucciones de la Segunda Parte del Libro de Ejercicios, o en la Tarjeta de Práctica de este libro.

Comentario

No sabemos Quién somos.

“Mi Ser” es mucho más grande y elevado de lo que puedo imaginarme. El primer párrafo ensalza la santidad, la pureza, el amor y la fortaleza de mi Ser. Me recuerda a algo que oí en un seminario de “EST” un fin de semana hace muchos años. Hablaba de volverme consciente del ser que muestro al mundo, mi “máscara” (el Curso lo llama “la cara de la inocencia”, T.31.V.2:6), luego hablaba de descubrir el ser que temo ser (el ego) y, finalmente, de descubrir quien yo soy realmente, “que es magnífico” (el Hijo de Dios). Piensa en ello, alma mía, óyelo con aceptación: “Yo soy magnífico”.

Hoy me doy cuenta de que, no importa lo elevados que puedan ser mis pensamientos, únicamente he tocado la superficie de Lo Que yo soy. “La santidad de mi Ser transciende todos los pensamientos de santidad que pueda concebir ahora” (1:1). Voy a sentarme y soñar pensamientos de santidad, voy a hacer un esfuerzo mental hasta el límite para entender lo que es mi santidad, la realidad de mi santidad “transciende todos los pensamientos de santidad que pueda concebir ahora”. El Curso dice que si pudiéramos darnos cuenta de lo santos que son nuestros hermanos “apenas podrías contener el impulso de arrodillarte a sus pies” (L.161.9:3). Sin embargo, cogeremos su mano, porque todos somos iguales. “Todos ellos son iguales: bellos e igualmente santos” (T.13.VIII.6:1).

Darme cuenta de que soy el santo Hijo de Dios supone la comprensión al mismo tiempo de que tú eres lo mismo. ¡Eres tan hermoso, amigo, de una santidad tan maravillosa! Eres la expresión de Dios, el reflejo de Su Ser, la gloria de Su creación. ¿Qué otra cosa puedo hacer sino amarte?

Mi Ser, y el tuyo, tiene una “refulgente y perfecta pureza” que “es mucho más brillante que cualquier luz que jamás haya contemplado” (1:2). ¿Has visto eso alguna vez en otro? ¿Lo has visto en ti mismo? ¡Ah, eso es lo que todos andamos buscando! Es lo que pedimos: “Revélamela ahora a mí que soy Tu Hijo” (2:2). Imagínate ver y conocer una pureza tan perfecta en tu Ser. Imagínalo, y pide que te sea revelado, pues eso es lo que eres.

¡Y el amor de este Ser! Es “ilimitado, y su intensidad es tal que abarca dentro de sí todas las cosas en la calma de una queda certeza” (1:3). ¡Oh, saber que este amor es mi Ser! ¡Oh, saber que esto es lo que yo soy, para toda la eternidad! ¿Me atrevo a creer esto acerca de mí? Mi amor abarcando a todo el mundo, flotando como una burbuja en el océano de mi amor. Mi amor, sin límites de ninguna clase. Mi amor, el auténtico Amor de Dios Mismo. Voy a descansar en él, voy a pensar en ello, voy a mostrarlo ahora, enviándole mi amor a todo el mundo, a todos los seres que lo necesitan. ¡Qué intenso es! ¡Qué perfecto, qué incondicional, qué irresistible!

La fortaleza de mi Ser “no procede de los ardientes impulsos que hacen girar al mundo, sino del Amor ilimitado de Dios Mismo” (1:4). Lo que soy es este Amor, el auténtico Amor de Dios. No es algo “abrasador”, violento; es un Amor silencioso, tranquilo, seguro. Él conoce la realidad de lo que contempla. Tiene perfecta fe en cada Hijo de Dios, debido a lo que cada uno es. Eleva, anima, cree en todo lo que contempla. Su misericordia es inmensa, y Su comprensión infinita. Abraza suavemente, consuela dulcemente, Su poder procede de la tranquila seguridad de que el Amor Mismo no se puede evitar.

¡Cuán alejado de este mundo debe estar mi Ser! Y, sin embargo, ¡cuán cerca de mí y de Dios! (1:5)

Padre, Tú sabes que esto es Quien yo soy, pues Tú me creaste para que lo fuera. Deseo conocer esta realidad de mi Ser. Me siento mucho menos que esto, a veces tan poco amoroso. Revélame mi Ser. Muéstrame que esto es Quien yo soy. Ayúdame a conocer mi Ser como puro Amor. Conocer mi Ser, como el Amor que es el Cielo. Conocer mi Ser, como el Amor que es paz.

¿Qué es el pecado? (Parte 2)

L.pII.4.1:4-9

Nuestros ojos son el resultado del pecado: “El pecado dotó al cuerpo con ojos” (1:4). O como dice el párrafo siguiente: “El cuerpo es el instrumento que la mente fabricó en su afán por engañarse a sí misma” (2:1). La percepción (ver) es el resultado del pecado, “pues, ¿qué iban a querer contemplar los que están libres de pecado?” (1:4). Nuestro verdadero Ser está más allá de lo que se puede ver. La percepción es de por sí dualista (que hay dos), un “yo” que ve y un “objeto” ahí. Supone una separación. Por supuesto, el que no tiene pecado no tiene nada que percibir porque no hay nada separado. El deseo de separarse, de estar aparte y ver un “objeto” como algo distinto forma parte de la idea de pecado y de culpa. Desde el punto de vista del Curso, el que no tiene pecado siente todas las cosas como parte de sí mismo. Las “conoce” en lugar de “percibirlas”.

El que no tiene pecado no necesita la vista ni el oído ni el tacto porque todo es parte de sí mismo; conocido pero no percibido. La percepción (la vista) es muy limitada, muy incompleta e imperfecta. El que no tiene pecado no necesita los sentidos, pues todo le es conocido. “Usar los sentidos es no saber” (1:8). El propósito de los sentidos es no saber. O mejor aún, el propósito de la percepción es no saber. La percepción es una separación, un alejamiento, un estar aparte. La idea de pecado es lo que causa esa retirada, ese refugiarse en uno mismo, alejado de la unidad.

En cambio, “la verdad sólo se compone de conocimiento y de nada más” (1:9). La verdad no siente las cosas, la verdad conoce las cosas. Las conoce al ser uno con ellas. No te puedo conocer a través de la percepción. La percepción (la vista) me engaña, ése es su propósito. La percepción me impide conocerte. Únicamente puedo conocerte si siento que yo soy tú. Esto es lo que sucede en el instante santo, pues el instante santo es una experiencia de las mentes como una sola. Esa experiencia puede desorientar a una mente que está acostumbrada a la soledad; la aparente identidad a la que nos hemos acostumbrado durante toda nuestra vida desaparece de repente, ya no estoy seguro si soy yo o tú. Durante un momento me doy cuenta de que el “yo” que pensaba que existía es posible que no exista. Como de hecho no existe.

La idea de pecado y de culpa es lo que impide que las mentes se unan. Me alejo de ti con miedo. Limito mi amor, dudo del tuyo. El Curso nos lleva al punto en el que ese miedo desaparece, y la unión -que siempre ha estado ahí- se conoce otra vez como lo que es.


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