EJERCICIOS
- Durante tres o cuatro minutos, lee lentamente la idea y los comentarios (si quieres varias veces) y piensa en ellas.
- Cierra los ojos y pasa el resto del periodo de práctica escuchando el mensaje que el Espíritu Santo tiene para ti. Podemos considerar a este tiempo de escuchar como que tiene los siguientes componentes:
- Escucha “sosegadamente aunque con mucha atención” (3:1), escucha en quietud y con toda tu atención.
- Mantén una actitud de confianza (“este mensaje me pertenece”), deseo (“yo quiero este mensaje”), y determinación (“estoy decidido a tener éxito”).
- Escuchar durante diez minutos puede ser una gran invitación a que la mente se distraiga, por eso la mayor parte de las instrucciones para este ejercicio tratan de este asunto. Si la mente se distrae sin control, regresa a la primera fase y repítela. Para las distracciones menores de la mente, date cuenta de que los pensamientos que te distraen no tienen poder, y que tu voluntad tiene todo el poder, y luego reemplaza los pensamientos con tu voluntad de tener éxito. Haz esto con firmeza. “No permitas que tu intención vacile” (4:1). “No dejes que… te desvíe de tu propósito” (5:2).
Este repaso le da a estas dos ideas un enfoque diferente al de las lecciones originales. Allí, el único problema se dijo que era la separación. Aquí, más relacionado con las lecciones anteriores acerca de los resentimientos: “el problema es siempre alguna forma de resentimiento que quiero abrigar” (1:2). Por supuesto, hay una estrecha relación entre separación y resentimientos. Un resentimiento me separa de cualquier cosa o persona contra quien guardo un resentimiento. Por eso, podemos ver un resentimiento como un pensamiento o creencia que me separa de mis hermanos.
Más tarde, en el Libro de Ejercicios se afirma el mismo pensamiento de manera ligeramente diferente, en términos de perdón o de falta de perdón: “Es cierto que no parece que todo pesar no sea más que una falta de perdón. No obstante, eso es lo que en cada caso se encuentra tras la forma” (L.193.4:1-2). El problema es un resentimiento o una falta de perdón. Y no siempre nos parece que es así. A veces, cuando siento alguna forma de sufrimiento, o experimento lo que me parece un problema, no puedo ni por lo más remoto ver un resentimiento o una falta de perdón en ello. El ego es un experto en ocultarlo. Sobrevive a base de trucos y engaños: “¿De qué otra manera, sino con espejos, podría seguir manteniendo la falsedad de su existencia?” (T.4:IV.1:7). Sus tentaciones de atacar o de guardar un resentimiento están a menudo tan bien disfrazadas que nos los reconozco como tales, aunque es “cierto” que eso es lo que son. La forma engaña, pero el contenido es lo mismo.
Cuando acudo al Espíritu Santo con mis problemas o mi angustia, tengo que estar dispuesto a que me muestre el resentimiento o la falta de perdón que se esconde en ellos. En mi caso a menudo lo que encuentro es una forma de resentimiento contra mí mismo, algún juicio acerca de mí. Otras veces no entiendo la relación entre la forma de mi problema y el perdón, pero afirmo mi voluntad de que me lo muestre, y conscientemente elijo un milagro para todos los implicados, incluido yo mismo. “El problema es un resentimiento; la solución, un milagro” (1:5). Si no puedo ver dónde está la falta de perdón en lo que veo como un problema, al menos puedo elegir un milagro en lugar del problema. Esa elección es suficiente.
La idea de que el problema y la solución son “acontecimientos simultáneos” (3:4) parece rara. Parece “natural” separarlos en el tiempo: primero el problema, luego la solución. Pero si el problema es la separación o un resentimiento, la idea es más fácil de entender. Dios respondió a la separación con el Espíritu Santo en el mismo instante en que la idea de la separación entró en la mente del Hijo de Dios (M.2.2:6). Por lo tanto, cada problema que veo ya ha sido resuelto antes de que yo lo vea. “Es imposible que yo pudiera tener un problema que no se hubiese resuelto ya” (3:7), porque la separación, el único problema que hay, ya ha sido resuelto. Por lo tanto, no tengo que esperar a que cambien las circunstancias; puedo aceptar la paz de la solución completa ahora, sin que cambie nada. “No tengo que esperar a que esto se resuelva” (4:2).
Tengo un problema de relación de hace mucho tiempo, que ha continuado durante más de quince años, y que no muestra signos externos de solucionarse. La otra parte no tiene el menor interés en hablar conmigo, mejor dicho lo detesta, así que la solución parece imposible en el tiempo. Sin embargo, puedo abandonar la tensión que esto me produce. Puedo liberarme del dolor de “una relación no sanada”. En el instante santo puedo saber que ese problema, ese distanciamiento, ya ha sanado. En lo más profundo de mi mente y de mi corazón ya nos amamos, todo se ha perdonado. La enfermedad de la separación ya ha sanado, y la medicina del perdón se está extendiendo lentamente y sin ningún fallo a través de la mente de los dos, moviéndose desde la esfera invisible del espíritu a la esfera más concreta y densa de la manifestación en el mundo material. No hay razón para preocuparse. “Los que se han conocido, no obstante, volverán algún día a encontrarse, pues el destino de toda relación es hacerse santa” (M.3.4:6). Hoy puedo reconocer que este problema ya se ha solucionado. Creo que el que yo lo reconozca acerca más el día en que esa sanación se manifestará en la forma. Puede que no sea en esta vida, ¿qué importa eso? La sanación ya ha tenido lugar.
Una cosa de la que me doy cuenta mientras pienso así acerca de esta relación, incluso ahora mientras escribo, es: Aceptar que el problema ya se ha resuelto me libera de la tentación de culpar a la otra persona por negarse a hacer las paces. ¡Ah! Ahí había un resentimiento, ¿verdad, Allen? En su lugar acepto un milagro; gracias, Padre.