Estas lecciones nos están ayudando a recordar quiénes somos: el Hijo de Dios. Lo que somos es una Identidad que está mucho más allá de lo que nos podemos imaginar, “tan sublime… que el Cielo la contempla para que ella lo ilumine” (1:1). En la Lección 221 permanecíamos en silencio esperando a Dios “para oírle hablar de lo que nosotros somos” (L.221.2:6). En la 222, aprendimos que lo que somos existe en Dios. En la 223, reconocíamos que no estamos separados, sino que existimos en perfecta unión con Dios. Y ahora, recordamos nuestra verdadera Identidad: Su Hijo. Nuestra identidad “es el final de las ilusiones. Es la verdad” (1:6-7).
La verdad de lo que somos es el final de todas las ilusiones. O, dicho de otra manera, un error acerca de lo que somos es la causa de todas las ilusiones. Lo hemos olvidado, pero en estos momentos de quietud con Dios, Le pedimos que nos lo recuerde, que nos revele esa Identidad. Nuestra Identidad es “sublime e inocente, tan gloriosa y espléndida y tan absolutamente benéfica y libre de culpa…” (1:1). Al leer estas palabras, date cuenta de que nuestra mente consciente lo pone en duda de inmediato, al instante retrocedemos ante el atrevimiento de decir tal cosa. Esto nos demuestra cuánto nos hemos engañado a nosotros mismos, lo bien que nos hemos aprendido nuestras propias mentiras. Sin embargo algo dentro de nosotros, al oír estas palabras, empieza a cantar. Algo dentro de nosotros reconoce la melodía del Cielo y empieza a tararearla al mismo tiempo. Escucha esa melodía. Ponte en contacto con ella. Es tu Ser que responde a la llamada de Dios. Dilo: “Dios es mi Padre y Él ama a Su Hijo”.
L.pII.1.2:3-4
El pensamiento que no perdona “protege la proyección” (2:3). Nuestra mente, atormentada con su propia culpa, ha proyectado la culpa de nuestra propia condición fuera de nosotros mismos. Hemos encontrado un chivo expiatorio, como Adán hizo con Eva: “La mujer me dio la fruta para que la comiera. Es culpa suya”. Y así nos aferramos a nuestra falta de perdón, queremos encontrar culpa en el otro, porque perdonar y abandonarla sería abrir la puerta del armario que oculta nuestra culpa.
Cuando más nos aferramos a la falta de perdón, más nos cegamos a nosotros mismos. Cuanto más sólidas parecen ser nuestras proyecciones ilusorias, más imposible nos parece verlas de otra manera. Las deformaciones que le imponemos a la realidad se hacen “más sutiles y turbias” (2:3). Nuestras propias mentiras se hacen cada vez más difíciles de ver, “menos susceptibles de ser puestas en duda” (2:3). Todo lo que se nos pide que hagamos es que las pongamos en duda, que pongamos en duda nuestras proyecciones para escuchar a la razón. La falta de perdón le bloquea el camino y refuerza nuestras propias cadenas.
Vemos culpa en otros porque queremos verla ahí (2:4), y queremos verla ahí porque nos evita verla en nuestra propia mente. Y sin embargo, ver la culpa en nosotros mismos es el único modo en que puede sanarse. Si negamos que estamos enfermos, no buscaremos el remedio. Si negamos nuestra propia culpa y la proyectamos en otros, no iremos a la Presencia sanadora dentro de nosotros, que es el único lugar donde puede ser deshecha. Si nuestra mente está cerrada, si no estamos dispuestos a poner en duda nuestra versión de las cosas, estamos cerrando la puerta a nuestra propia sanación. Únicamente al abrir nuestra mente, al soltar nuestro aferramiento a encontrar errores en otros, al admitir que “tiene que haber un camino mejor” (T.2.III.3:6), podemos encontrar nuestra propia liberación.
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