DESPERTAR AL AMOR

jueves, 1 de noviembre de 2018

1 NOVIEMBRE. Hay una paz que Cristo nos concede.

AUDIOLIBRO



EJERCICIOS  



LECCIÓN 305


Hay una paz que Cristo nos concede.


1. El que sólo utiliza la visión de Cristo encuentra una paz tan profunda y serena, tan imperturbable y completamente inaltera­ble, que no hay nada en el mundo que sea comparable. 2Las com­paraciones cesan ante esa paz. 3Y el mundo entero parte en silencio a medida que esta paz lo envuelve y lo transporta dulce­mente hasta la verdad, para ya nunca volver a ser la morada del temor. 4Pues el amor ha llegado, y ha sanado al mundo al conce­derle la paz de Cristo.

2. Padre, la paz de Cristo se nos concede porque Tu Voluntad es que nos salvemos. 2Ayúdanos hoy a aceptar únicamente Tu regalo y a no juz­garlo. 3Pues se nos ha concedido para que podamos salvarnos del juicio que hemos emitido acerca de nosotros mismos.






Instrucciones para la práctica

Ver las instrucciones para la práctica en las instrucciones de la Segunda Parte del Libro de Ejercicios, o en la Tarjeta de Práctica de este libro.

Comentario

Hoy siento una cierta resistencia a la lección. La juzgo, no es “bastante inspiradora”, o no me dice nada nuevo. Habla de una paz maravillosa, “una paz tan profunda y serena, tan imperturbable y completamente inalterable, que no hay nada en el mundo que sea comparable” (1:1). Esta mañana no la estoy sintiendo. No estoy tenso de ansiedad ni nada por el estilo, pero sólo tengo una paz limitada, no parece imperturbable, pienso que podría ser alterada. Por ejemplo, sé que la soledad está ahí, atacando mi paz. Parece que no se necesitaría mucho para alterarme, y mi paz desaparecería. Pienso que esto es algo que la mayoría de nosotros siente a veces cuando lee el Curso.

Recuerdo una mañana cuando estaba haciendo la lección, quizá esta misma lección, y todo lo que fue preciso para “destruir” mi aparente paz, fue que en la misma habitación en la que yo estaba alguien entrase ¡dos veces!

La lección dice que la paz de Dios es un regalo, “concedido para que podamos salvarnos del juicio que hemos emitido acerca de nosotros mismos” (2:3). Nos ofrece una oración: “Ayúdanos hoy a… no juzgarla” (2:2). ¿Cómo juzgamos la paz de Dios?

Juzgo que la paz no es adecuada debido a mis circunstancias. La paz de Dios está aquí, ahora, y parte de mi mente lo cree, pero me niego a aceptarla y sentirla porque mi mente la considera no adecuada debido a alguna circunstancia externa: “No puedo estar en paz hasta que esto cambie, hasta que aquello cambie, hasta que eso suceda”. Es una afirmación de la creencia de que existe una voluntad distinta a la de Dios, algo que tiene poder para quitarme la paz. Dios da paz; algo distinto y aparentemente más poderoso la quita. No hay otra voluntad, no hay nada más poderoso que Dios, pero mi rechazo de la paz está afirmando la creencia de que lo hay.

Ves lo que crees que está ahí, y crees que está ahí porque quieres que lo esté. (T.25.III.1:3)

El Curso enseña que no tengo paz porque no quiero paz. ¡El primer obstáculo a la paz es mi deseo de deshacerme de ella! (T.19.IV (A)). Ésa es la única razón. Puesto que no hay nada que pueda quitar la paz de Dios, mi insistencia en que existe tal cosa es un engaño elegido como excusa para mi rechazo del regalo de Dios. Puedo gritar: “¡No es culpa mía! Esta persona, o circunstancia, me la ha quitado. Yo quiero Tu paz, pero ellos me la han quitado”. Estoy proyectando mi rechazo a la paz sobre alguna otra cosa.

Hay otro modo en que juzgo la paz de Dios, la juzgo como débil y fácil de ser atacada y alterada.

¿Por qué quiero deshacerme de la paz? ¿Por qué quiero rechazar el regalo de Dios? En T.19.IV. (A).2, el Texto hace las mismas preguntas:

¿Por qué querrías dejar a la paz sin hogar? ¿Qué es lo que crees que tendría que desalojar para poder morar contigo? ¿Cuál parece ser el costo que tanto te resistes a pagar?

Jesús dice que hay algo que pienso que perderé si acepto la paz. ¿Qué es?

Es la capacidad de justificar el ataque contra mis hermanos, lo razonable de encontrar culpa en ellos (T.19.IV(B).1:1-2:3). Quiero poder echar la culpa a alguien o algo. Si aceptara la paz, tendría que renunciar para siempre a la idea de que puedo culpar a alguien por mi infelicidad. Tendría que renunciar a todo ataque, y detrás de eso está el hecho de que para renunciar al ataque, necesito renunciar a la culpa, necesito renunciar a sentirme separado y solo, necesito renunciar a la separación. Necesito renunciar a la creencia de que estoy incompleto y me falta algo, que es la base de mi creencia en mi identidad separada.

La paz de Dios se nos ha “concedido para que podamos salvarnos del juicio que hemos emitido acerca de nosotros mismos” (2:3). Me juzgo a mí mismo como pecador, indigno e incompleto. Ese juicio está detrás de mi necesidad de aferrarme al ataque como mecanismo de defensa, mi necesidad de tener a alguien o algo a quien culpar por la insuficiencia que veo en mí mismo.

Si acepto la paz de Dios como paz incondicional, me parece estar renunciando a la esperanza de tener cosas y otras personas del modo que yo las quiero. Parece como si estuviera diciendo: “Está bien si no me amas y me dejas solo. Está bien si me quitas el dinero. Está bien si me ignoras o me maltratas. Nada de eso altera mi paz”. Incondicional significa que no importa cuáles sean las condiciones. ¡Y yo no quiero eso! ¡Quiero las condiciones tal como las quiero!

¡Paz incondicional! La idea misma le da pánico al ego. Todo el mundo busca la paz, por supuesto que sí. Pero queremos alcanzar la paz arreglando las condiciones según nuestra propia idea de lo que traerá la paz. Jesús nos ofrece paz sin que importen las condiciones. Él nos dice: “Olvida las condiciones. Yo puedo darte paz en cualquier circunstancia”. No queremos la paz incondicional, queremos la paz a nuestra manera. Preguntamos: “¿Paz? ¿Y qué hay de las condiciones?” No queremos oír que no importan.

La verdad es que nuestro mundo refleja nuestra mente. Vemos un mundo en conflicto porque nuestra mente no está en paz. Pensamos que el mundo es la causa, y que nuestra paz o la falta de ella es el efecto. Jesús dice que nuestra mente es la causa, y el mundo el efecto. Él nos lo plantea a nivel de la causa, no del efecto. Él no va a cambiar las condiciones para darnos paz, Él va a darnos paz y eso cambiará las condiciones. La paz de Dios debe venir primero. Tenemos que llegar al punto de decir de todo corazón: “La paz de Dios es todo lo que yo quiero”. Tenemos que abandonar todas las otras metas, metas relacionadas con las condiciones. Acepta la paz, y el mundo proyectado desde nuestra mente cambiará, pero ésa no es la meta. Ésa no es la sanación que buscamos, es sólo el efecto de la sanación de nuestra mente.

Padre, ayúdame hoy a aceptar el regalo de tu paz y a no juzgarlo. Que vea, detrás de mi rechazo a la paz, mi juicio sobre mí mismo como indigno de ella, y mi deseo de atacar algo fuera de mí y echarle la culpa. En la eterna cordura del Espíritu Santo en mi mente, yo quiero la paz. Ayúdame a identificarme con esa parte de mi mente. Que vea la locura de aferrarme a los resentimientos en contra de alguien o de algo. Háblame de mi estado de plenitud y de que nada me falta. Que entienda que lo que veo que contradice la paz, no es real y no importa. Es sólo mi propio juicio (que no es real). Sana mi mente, Padre mío. “Que mi mente esté en paz y que todos mis pensamientos se aquieten” (L.221). Yo estoy en mi hogar, soy amado, estoy a salvo.


¿Qué es el Segundo Advenimiento? (Parte 5)

L.pII.9.3:1

El Segundo Advenimiento marca el fin de las enseñanzas del Espíritu Santo, allanando así el camino para el Juicio Final, en el que el aprendizaje termina con un último resumen que se extenderá más allá de sí mismo hasta llegar a Dios. (3:1)

Entonces, la secuencia que el Curso ve como el final del mundo empieza con nuestra mente individual pasando por el proceso de la corrección de la percepción, o perdón, hasta que el perdón abarque a todo el mundo. Más o menos, cada uno de nosotros llega a ver el mundo real, hasta que todas las mentes hayan sido restauradas a la cordura, que es el Segundo Advenimiento. Esto devuelve la condición en la que la realidad puede ser reconocida de nuevo. Ya no hay más lecciones. El Segundo Advenimiento prepara el camino para el Juicio Final (que es el tema de la siguiente sección “¿Qué es?”, que empieza con la Lección 311).

El Texto ya ha tratado el Juicio Final con cierta extensión (T.2.VIII y T.3.VI), trataremos de ellos en la siguiente sección “¿Qué es?”. Sin embargo, esta frase da unos avances interesantes. El Juicio Final se llama “un último resumen” que es la cumbre de todo el aprendizaje. Para el Curso, el Juicio Final es algo que hace la Filiación, no Dios. Quizá la mejor descripción de él es un fragmento en el que ni siquiera aparecen las palabras “Juicio Final”. Está en la Sección “El Mundo Perdonado” (T.17.II), que habla de cómo aparecerá el mundo real ante nosotros, y luego habla de la última valoración del mundo que emprenderá la Filiación unida, guiada por el Espíritu Santo.

El mundo real se alcanza simplemente mediante el completo perdón del viejo mundo, aquel que contemplas sin perdonar. El Gran Transformador de la percepción emprenderá contigo un examen minucioso de la mente que dio lugar a ese mundo, y te revelará las aparentes razones por las que lo construiste. A la luz de la auténtica razón que le caracteriza te darás cuenta, a medida que lo sigas, de que ese mundo está totalmente desprovisto de razón. Cada punto que Su razón toque florecerá con belleza, y lo que parecía feo en la oscuridad de tu falta de razón, se verá transformado de repente en algo hermoso. (T.17.II.5:1-4)

Éste es el momento en que, por fin, la constante pregunta que todos nos hacemos (¿Por qué inventamos el mundo?) será contestada y veremos que “aquí no hay ninguna razón”. Bajo Su tierna dirección, buscaremos “las aparentes razones para inventarlo”. Por fin estaremos listos para mirar a ese “terrible” instante del pensamiento original de la separación. Lo que nos parecía irremediablemente feo desde nuestro miedo, crecerá lleno de vida y de belleza, y se nos restaurará y devolverá a nuestra consciencia la hermosura de nuestra mente unida. La culpa primaria se deshará finalmente, y una vez más conoceremos de nuevo nuestra inocencia.

El Juicio Final, que sigue al Segundo Advenimiento, será una última y gran lección resumen de perdón. Esta lección “se extenderá más allá de sí misma” pues eliminará finalmente y para siempre el último obstáculo de la culpa, nuestra culpa colectiva por haber intentado usurpar el trono de Dios. Se extenderá “hasta Dios”, pues devolverá completamente el recuerdo de Dios a nuestra mente unida. El camino estará completamente libre y despejado para que Dios se extienda hasta nosotros y nos recoja en Sus amorosos brazos, en el hogar por fin.




TEXTO

 

II. El temor a sanar


1. ¿Es atemorizante sanar? 2Sí, para muchos lo es. 3Pues la acusa­ción es un obstáculo para el amor, y los cuerpos enfermos son ciertamente acusadores. 4Obstruyen completamente el camino de la confianza y de la paz, proclamando que los débiles no pueden tener confianza y que los lesionados no tienen motivos para gozar de paz. 5¿Quién que haya sido herido por su hermano podría amarlo aún y confiar en él? 6Pues su hermano lo atacó y lo volverá a hacer. 7No lo protejas, ya que tu cuerpo lesionado demuestra que es a ti a quien se debe proteger de él. 8Tal vez perdonarlo sea un acto de caridad, pero no es algo que él se merezca. 9Se le puede compadecer por su culpabilidad, pero no puede ser eximido. 10Y si le perdonas sus transgresiones, no haces sino añadir otro fardo más a la culpabilidad que realmente ya ha acumulado.

2. Los que no han sanado no pueden perdonar. 2Pues son los tes­tigos de que el perdón es injusto. 3Prefieren conservar las conse­cuencias de la culpabilidad que no reconocen. 4No obstante, nadie puede perdonar un pecado que considere real. 5Y lo que tiene consecuencias tiene que ser real porque lo que ha hecho está ahí a la vista. 6El perdón no es piedad, la cual no hace sino tratar de perdonar lo que cree que es verdad. 7No se puede devolver bondad por maldad, pues el perdón no establece primero que el pecado sea real para luego perdonarlo. 8Nadie que esté hablando en serio diría: "Hermano, me has herido. aSin embargo, puesto que de los dos yo soy el mejor, te perdono por el dolor que me has ocasionado". 9Perdonarle y seguir sintiendo dolor es imposi­ble, pues ambas cosas no pueden coexistir. 10Una niega a la otra y hace que sea falsa.

3. Ser testigo del pecado y, al mismo tiempo, perdonarlo es una paradoja que la razón no puede concebir. 2Pues afirma que lo que se te ha hecho no merece perdón. 3Y si lo concedes, eres clemente con tu hermano, pero conservas la prueba de que él no es real­mente inocente. 4Los enfermos siguen siendo acusadores. 5No pueden perdonar a sus hermanos, ni perdonarse a sí mismos. 6Nadie sobre quien el verdadero perdón descanse puede sufrir, 7pues ya no exhibe la prueba del pecado ante los ojos de su her­mano. 8Por lo tanto, debe haberlo pasado por alto y haberlo eli­minado de su propia vista. 9El perdón no puede ser para uno y no para el otro. 10El que perdona se cura. 11Y en su curación radica la prueba de que ha perdonado verdaderamente y de que no guarda traza alguna de condenación que todavía pudiese uti­lizar contra sí mismo o contra cualquier cosa viviente.

4. El perdón no es real a menos que os brinde curación a tu her­mano y a ti. 2Debes dar testimonio de que sus pecados no tienen efecto alguno sobre ti, y demostrar así que no son reales. 3¿De qué otra manera podría ser él inocente? 4¿Y cómo podría estar justificada su inocencia a menos que sus pecados careciesen de los efectos que confirmarían su culpabilidad? 5Los pecados están más allá del perdón simplemente porque entrañarían efectos que no podrían cancelarse ni pasarse por alto completamente. 6En el hecho de que puedan cancelarse radica la prueba de que son sim­plemente errores. 7Permite ser curado para que de este modo puedas perdonar y ofrecer salvación a tu hermano y a ti.

5. Un cuerpo enfermo demuestra que la mente no ha sanado. 2Un milagro de curación prueba que la separación no tiene efectos. 3Creerás en aquello que le quieras probar a tu hermano. 4El poder de tu testimonio procede de tus creencias. 5Y todo lo que dices, haces o piensas no hace sino dar testimonio de lo que le enseñas a él. 6Tu cuerpo puede ser el medio para demostrar que nunca ha sufrido por causa de él. 7Y al sanar puede ofrecerle un mudo testimonio de su inocencia. 8Este testimonio es el que puede hablar con más elocuencia que mil lenguas juntas, 9pues le prueba que ha sido perdonado.

6. Un milagro no le puede ofrecer menos a él de lo que te ha dado a ti. 2De esta manera, tu curación demuestra que tu mente ha sanado y que ha perdonado lo que tu hermano no hizo. 3Y así, él se convence de que jamás perdió su inocencia y sana junto con­tigo. 4El milagro deshace de este modo todas las cosas que, según el mundo, jamás podrían deshacerse. 5Y la desesperanza y la muerte no pueden sino desaparecer ante el ancestral clarín que llama a la vida. 6Esta llamada es mucho más poderosa que las débiles y miserables súplicas de la muerte y la culpabilidad. 7La ancestral llamada que el Padre le hace a Su Hijo, y el Hijo a los suyos, será la última trompeta que el mundo jamás oirá. 8Hermano, la muerte no existe. 9Y aprenderás esto cuando tu único deseo sea mostrarle a tu hermano que él jamás te hirió. 10Él cree que tiene las manos manchadas de tu sangre, y, por lo tanto, que está condenado. 11Mas se te ha concedido poder mostrarle, mediante tu curación, que su culpabilidad no es sino la trama de un sueño absurdo.

7. ¡Cuán justos son los milagros! 2Pues os otorgan a ti y a tu her­mano el mismo regalo de absoluta liberación de la culpabilidad. 3Tu curación os evita dolor a ti y a él, y sanas porque le deseaste el bien. 4Ésta es la ley que el milagro obedece: la curación no ve diferencias en absoluto. 5No procede de la compasión, sino del amor. 6Y el amor quiere probar que todo sufrimiento no es sino una vana imaginación, un absurdo deseo sin consecuencia alguna. 7Tu salud es uno de los resultados de tu deseo de no ver a tu hermano con las manos manchadas de sangre, ni de ver culpabilidad en su corazón apesadumbrado por la prueba del pecado. 8lo que deseas se te concede para que lo puedas ver.

8. El "costo" de tu serenidad es la suya. 2Este es el "precio" que el Espíritu Santo y el mundo interpretan de manera diferente. 3El mundo lo percibe como una afirmación del "hecho" de que con tu salvación se sacrifica la suya. 4El Espíritu Santo sabe que tu curación da testimonio de la suya y de que no puede hallarse aparte de ella en absoluto. 5Mientras tu hermano consienta sufrir, tú no podrás sanar. 6Mas tú le puedes mostrar que su sufrimiento no tiene ningún propósito ni causa alguna. 7Muéstrale que has sanado, y él no consentirá sufrir por más tiempo. 8Pues su inocencia habrá quedado clara ante sus propios ojos y ante los tuyos. 9Y la risa reemplazará a vuestros lamentos, pues el Hijo de Dios habrá recordado que él es el Hijo de Dios.


9. ¿Quién tiene, entonces, miedo de sanar? 2Sólo aquellos para quienes el sacrificio y el dolor de su hermano representan su pro­pia serenidad. 3Su propia impotencia y debilidad sirven de base para justificar el dolor de su hermano. 4El constante aguijón de culpabilidad que su hermano experimenta sirve para probar que él es un esclavo, pero que ellos son libres. 5El constante dolor que sufren es la prueba de que ellos son libres porque pueden mantener cautivo a su hermano. 6Y desean la enfermedad para evitar que la balanza del sacrificio se incline a favor de aquél. 7¿Cómo se podría persuadir al Espíritu Santo para que se detuviese por un instante, o incluso menos, a razonar con semejantes argumentos en favor de la enfermedad? 8¿Y es acaso menester demorar tu curación porque te detengas a escuchar a la demencia?









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